Repercusión

Los ideales del Renacimiento y el Humanismo italianos, forjados entre los siglos XIV y XV aunque contase con bases anteriores, pronto calaron en el conjunto de la Europa culta. En este sentido, España fue una de las primeras naciones “afectadas” debido a las constantes relaciones mantenidas entre las repúblicas de Italia y los reinos de Aragón y Castilla desde tiempos pretéritos, sobre todo a raíz de la dominación siciliana por parte de la dinastía aragonesa desde el 1282, año en el que Pedro III el Grande fue proclamado rey de Sicilia. A pesar de estos contactos permanentes, intensificados en la primera mitad del siglo XV bajo el reinado de Alfonso V el Magnánimo, en Nápoles, se ha discutido e incluso negado la verdadera existencia de un Renacimiento en España. La razón fundamental de tal suposición, como han sostenido algunos estudiosos (William Prescott, Hipólito Taine, Jacob Burckhardt o Víctor Klemperer) ha sido la ya tópica peculiaridad hispánica (“España es diferente”) y su modo de recepción de la influencia de las ideas procedentes de Italia.

Se ha argumentado que España no rompió con su pasado medieval y que realizó una singular simbiosis entre ambas tendencias; a esto se añade que, una vez transcurrido el período correspondiente al reinado de Carlos I, la dirección tomada por el pensamiento y la cultura hispánica, lejos de una paganización de la existencia al modo renacentista, corrieron parejos de una fuerte orientación religiosa y una severa moralidad, todo ello bajo el reinado de Felipe II. Esta hipótesis contraria al desarrollo de un verdadero Renacimiento en España, en parte abonada también por la presencia del fermento árabe y semítico, es hoy en día insostenible, ya que rigurosos estudios (Ludwig Pfandl, Helmut Hatzfeld, Aubrey F.G. Bell, Alexander A. Parker, etc.) han servido para valorar con más ecuanimidad la importancia del Renacimiento español.

El contacto entre España e Italia, como ha demostrado recientemente el profesor Ángel Gómez Moreno en su libro España y la Italia de los humanistas (l994), fue temprano, pues ya desde finales del Trecento y, sobre todo, a lo largo del Quattrocento se documenta una intensa relación cultural. La carta que el humanista Coluccio Salutati envió a Juan Fernández de Heredia hacia 1390 para solicitarle su traducción de Plutarco, pasa por ser hasta la fecha el testimonio más antiguo del contacto literario entre el humanismo italiano y España. Esta relación prosiguió y se intensificó a lo largo del siglo XV, como lo demuestran autores de este período: Alonso de Cartagena, Nuño de Guzmán, Alfonso de Palencia, Fernando de Córdoba, Juan de Lucena, el Marqués de Santillana, etc.

La importancia que empiezan a adquirir entonces diversos géneros literarios como el discurso, la epístola, el diálogo, la biografía, etc. se debe también a esta relación, por más que el humanismo español no arraigue en verdad hasta el último tercio del siglo XV. La publicación de las “Introductiones latinae” de Elio Antonio de Nebrija en 1481 es un hito importante en esta aclimatación, pues por medio del latín, al que el autor considera cimiento de las demás artes, podía edificarse el auténtico progreso humano. La reivindicación de las lenguas clásicas (también lo fue el griego, aunque en menor medida) debe hacerse corresponder con el intento paralelo de dignificación de las lenguas vulgares, algo que ya había proclamado Dante Alighieri en su “De vulgari eloquentia” y que fue motivo de polémicas a fines del siglo XIV entre humanistas como Leonardo Bruni, Poggio Bracciolini y Flavio Biondo, entre otros. En España, el mismo Nebrija había compuesto una “Gramática castellana”, editada en el año 1492 y más tarde, ya en el siglo XVI, Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua reivindicaba el valor del castellano.

El Renacimiento, que afectó a todos los aspectos de la vida, tuvo una extensa representación en todas las artes; la literatura española, que hasta entonces había observado una estrecha relación con las producciones literarias francesas (la épica y la lírica cortés), tomó ahora como modelos los escritos y las modas procedentes de Italia y creó una literatura marcada por el espíritu renacentista a lo largo de todo el siglo XVI. La poesía lírica, la prosa didáctica, el teatro, la novela, etc. son deudoras de la impronta de esta tradición, en un tiempo en el que nuevos ideales y formas artísticas habían sustituido los gastados tópicos del mundo medieval.

Suelen distinguirse tres etapas en la evolución de las corrientes renacentistas en España: en el siglo XV, durante los reinados de Juan II de Castilla (1406-1454) y Enrique IV (1454-1474), se desarrolla un período de contacto con el humanismo italiano que podemos calificar de Prerrenacimiento; ya en el siglo XVI, tras una intensificación de estas tendencias durante el reinado de los Reyes Católicos, se distingue la época correspondiente al rey Carlos I (1516-1556), que se puede calificar de primer Renacimiento, en el que el influjo de Italia se intensifica con un predominio de sus ideales y un marcado espíritu vitalista. Será en la segunda mitad del siglo XVI, con Felipe II (1556-1598), cuando las tendencias renacentistas se debiliten y cuando España, encerrada en sí misma tras la Contrarreforma, se aísle del resto de Europa. Esta introducción del Renacimiento en España no supuso, sin embargo, una ruptura total con la Edad Media, pues el antropocentrismo se conjugó con el espíritu religioso tradicional y en el plano artístico convivieron las nuevas formas de la poesía italianizante con la canción lírica popular y con los romances.

Cervantes perteneció a la generación intermedia entre el Renacimiento y el Barroco: nació en el crepúsculo renacentista y murió cuando el Barroco despertaba. Así que los 69 años de Cervantes cabalgan entre dos generaciones, pero más cerca del mundo cultural al que pertenece su tardía producción literaria (el éxito no le llega hasta que tiene 57 años). El Cervantes de la literatura, dice Ricardo García Cárcel, es el viejo Cervantes, un hombre muy experimentado que llegó a la literatura desde la desventura vital (ver su biografía) y representante arquetípico de una cultura de transición, de cambio, de dudas, de crisis. No hay dos Cervantes, el progresista y el conservador, sino sólo uno entre dos mundos en plena transición de un sistema de valores a otro. El indicador más visible de los tiempos contrarreformistas que le tocó vivir a Cervantes es la imagen de la Inquisición que se ofrece en El Quijote : el lenguaje alude con frecuencia al lenguaje inquisitorial (sambenito, hereje, secta mala, auto general) y la religiosidad de la obra es típicamente contrarreformista (procesiones, exhibiciones de la imagen de la Virgen, devoción por las reliquias, milagros, culto a Santiago). Y Cervantes, ante todo, quiso agradar a sus lectores. Muchas contradicciones de su pensamiento, pues, pueden explicarse por esa obsesión por no herir a nadie en una España hipersensible. Quizás su obra, entonces, se mueve permanentemente entre las presiones del poder y el estímulo del mercado.

A los cervantistas de la Ilustración (Mayans y Siscar, Vicente de los Ríos, Juan Antonio Pellicer) debemos un primer acopio de datos, sacados en su mayoría de la obra de Cervantes, a partir de los cuales van a elaborar una narración de su vida que no está ni mucho menos libre de errores. Durante el reinado de Fernando VII, Fernández de Navarrete encuentra y publica una serie de documentos, profundizando su examen crítico en un alarde de erudición que se sistematizará en los años posteriores. Pero, si bien se hace así más densa la trama de los acontecimientos, el perfil de Cervantes permanece sin cambiar, imponiéndose como «uno de aquellos hombres que el cielo concede de cuando en cuando a los hombres para consolarnos de su miseria y pequeñez», que dijo Navarrete. Escritor clásico por antonomasia, Cervantes trasciende gustos y modas, sin padecer, como Góngora, Quevedo o Calderón, la condena del barroco. Así es como llega a encarnar el genio hispano, en su vertiente nacional y universal, en un momento en que España se esfuerza en reivindicar el lugar que ha de corresponderle en el concierto de las naciones civilizadas.

Durante el siglo XIX, en la estela de la escuela romántica inglesa que se mostró capaz, con Boswell y Carlyle, de abrir nuevos caminos al género biográfico, se adscribe como finalidad a los cervantistas la representación auténtica del autor del Quijote , libre de impurezas, al que se pretende captar en su totalidad y su intimidad a la vez. En los inicios de la Restauración expone Ramón León Máinez, en 1876, un proyecto de biografía total. Pero no consigue poner en obra su ambicioso programa. Tan sólo perdura, como legado del biografismo romántico, la voluntad de someter la representación de la vida de Cervantes a la autoridad del testimonio autentificador. Así es como se hace cada vez más patente, en este proceso de reconstrucción, el peso de las fuentes.

El que pretende cumplir, aunque con mucho retraso, las aspiraciones difusas de los románticos será Luis Astrana Marín, con su Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes . Esta obra monumental continúa siendo referencia insustituible por la cantidad de informaciones que nos proporciona. Con todo, sigue perpetuando un tipo de aproximación totalmente anacrónico, limitado a la mera suma de las actividades controladas y conscientes del autor del Quijote . Aunque venga acumulando datos, Astrana Marín no elabora ningún esquema capaz de llevarnos más allá de la estampa estereotipada de un ser heroico y ejemplar. Cervantes, según sus propios términos, resulta para él “todo un hombre o, más bien, un superhombre que vive y muere abrazado a la Humanidad” . Esta supuesta verdad esencial del Cervantes en sí desemboca, en última instancia, en una desfiguración del biografiado. Hemos visto cosas así más veces.

La labor desempeñada por los actuales biógrafos de Cervantes tiende, por el contrario, a asentarse en una metodología rigurosa: primero estableciendo, con todo el rigor requerido, lo que se sabe de su vida y separando lo fabuloso (que lo hay) de lo cierto y de lo verosímil; también situándolo en su época, en tanto que actor oscuro y testigo lúcido de un momento decisivo de la historia de España (si es que hay momentos históricos “no decisivos”); por último, siguiendo hasta donde sea posible el movimiento de su existencia. Pero el laconismo de los documentos, en lo que toca al cómo de la vida de Cervantes, se convierte en mutismo cuando tratamos de indagar su porqué. De ahí la fascinación que sus obras ejercen sobre nosotros, en nuestro deseo de acercarnos a su intimidad: las figuraciones simbólicas que nos proporcionan las ficciones cervantinas pueden dar pie a todo tipo de interpretaciones. Y eso… no tiene por qué ser necesariamente malo.

El Quijote apareció a comienzos del siglo XVII, durante el reinado de Felipe III, pero, para unos, Cervantes fue un hombre del XVI: su “circunstancia” fue la de la España de Felipe II, aunque viviera lo bastante como para contemplar el tránsito de un siglo a otro y de un reinado a otro, con todos los cambios que llevó consigo. Pero, para otros, el tiempo de El Quijote se corresponde con el de la edición del libro. Dos reinados, el de Felipe II y Felipe III: hegemonía y decadencia políticas, belicismo y pacifismo, coyuntura económica expansiva y depresiva, auge y crisis, Renacimiento y Barroco.

“La ventaja de los centenarios es que las obras maestras tienen una fecha. El Quijote sigue siendo, antes que nada, un libro español de 1605, que no cobra todo su sentido más que en el corazón de la Historia”. Pierre Vilar, “Le Temps du Quichotte” (París, 1956).

Celebramos el 400 aniversario de la obra cumbre de un escritor llamado Miguel y apellidado Cervantes. A eso lo llamamos “inmortalidad”.

Vaya con Cervantes: ni de su vida militar, ni de su adoración por Italia, ni de su prolongada prisión en Argel, ni de su matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios, ni siquiera de sus incursiones teatrales podía suponerse que escribiría una de las obras capitales de la humanidad. Él tampoco supo, ni de lejos, que estaba siendo escogido por los dioses, o por quien sea, para la escritura de aquel prodigio inexplicable.

Como dice Borges, la maravilla de El Quijote no reside en el esplendor de su escritura. Ésta adolece de cantidad de imperfecciones, según dicen los expertos, pero no por ello deja de ser una de las escrituras más eficaces que escritor alguno haya alcanzado. Estando lejos de la perfección literaria ¿cómo es que alcanza cotas de lucidez tan indudables? Cuando el mismo Borges afirma: “Es el último libro de caballerías y la primera novela psicológica de las letras occidentales” está, sin duda, poniendo el dedo en la llaga, pero se queda corto. Reducir la obra de Cervantes a ser precursora de la novela psicológica es decir la verdad, pero sólo una parte de la verdad. Absoluta razón tiene el escritor argentino al ver en la novela el sepulcro de la novela de caballerías. Lo que ocurre, volvemos al principio, es que El Quijote está cumpliendo una tarea simbólica múltiple: por una parte sepulta las certezas del mundo que, de paso, destruye de un plumazo; por otra parte instaura el signo fundamental de la modernidad: la incertidumbre, y, a partir de allí, la realidad ya no se sabe dónde empieza y dónde termina. El Quijote , como vemos, lleva en hombros un cadáver hasta el camposanto en la mañana, y en la tarde asiste a la fiesta del nacimiento del futuro.

En el momento en que Alonso Quijano deja de ser Alonso Quijano y se aventura con su escudero por las planicies de La Mancha (explica maravillosamente Rafael Arraíz Lucca, a quien se seguirá en su exposición, en el prólogo del libro Don Quijote de la Mancha/El Quijote hispanoamericano , una hermosa edición ilustrada por reconocidos artistas latinoamericanos y publicada por Estampa Ediciones, el Centro de Estudios Cervantinos y la Fundación Provincial) la realidad comienza a ser escrutada desde dos miradas: la del Ingenioso Hidalgo que sólo encuentra a su paso la comprobación de sus quimeras, y la de Sancho que viendo lo que ve es recriminado por su caballero. A partir de este momento, el lector asiste a una de las historias más hilarantes que se haya escrito jamás, fruto de la chispa que produce el choque entre la chatura de las cosas y el ojo estrambótico de quien las quiere distintas. La incertidumbre moderna comienza entonces a sembrar sus árboles: el humor va haciendo de las suyas, sobre la base de una institución demoledora: la parodia. Si Sancho ve molinos, Don Quijote ve dragones. Si Sancho ve una mujer al borde del precipicio de la pobreza, Don Quijote ve a una princesa. La realidad deja de ser una sola: la fuerza de la incertidumbre se abre camino, a su lado va la razón crítica sembrando el mundo moderno, dudando, refunfuñando, desconfiando, dejando de lado la unidad, blandiendo el martillo de lo fragmentario.

Pero aquel desarreglo, aquel desorden maravilloso, sólo será posible por obra de la locura. Curiosamente, Quijano ha perdido el juicio de tanto leer novelas de caballería, pero el simple y leal de Sancho, sin haber perdido el juicio (¿será por no haber leído nunca?), se deja llevar por la certeza absurda de las faenas de Don Quijote. Se dan la mano la crasa ignorancia y la flor de la imaginación. Así es como echa a andar el dueto más divertido y profundo que se conozca. A medida que cabalgan sus andaduras, el mito que van dejando sus huellas se hace hondo. En el alma de los dos respira algo así como las dos caras de una misma moneda: el hombre llano que dice lo que ve, el hombre tocado por la imaginación que dice ver lo que no existe. Allí vamos todos. Por ello la pareja encarna un símbolo. De la reunión de caracteres tan dispares surge una suma indeleble: el género humano, siempre entre las aguas de la razón y las de la intuición. Pero cuidado, tampoco Sancho encarna la razón, sin más, y Don Quijote la locura, simplemente. A ratos Sancho es quijotesco, y Don Quijote sanchesco, porque tampoco nadie es solamente un arquetipo, ya sabemos que en nosotros convive una multitud secreta. Y prueba de ello es el mundo interior del que está hecho aquel hombre estremecido por el fuego de su imaginación, a partir de él, la realidad ha dejado de ser la noticia evidente, la realidad ha pasado a ser lo que Don Quijote quiere que sea, y de la confrontación entre su fe de carbonero y los pelmazos que las cosas le dan en las narices, surge la llama de la gracia, de la mano con la tragedia, de la mano con la ternura. Como dice Manuela Citoler, para Cervantes los contrarios son inseparables, como los dos protagonistas: Sancho va cobrando importancia hasta equiparase a su señor en un proceso de “quijotización”; Don quijote admira y respeta más y más a su escudero, en un proceso de “sanchización”. La universalidad del mensaje de Cervantes demuestra que todos somos Don Quijote y Sancho. De La Mancha al mundo. De un lugar de la Mancha de cuyo nombre Cervantes no quiere acordarse (quizás Argamasilla de Alba o Villanueva de los Infantes, ambas en Ciudad Real) a cualquier sitio que queramos recordar.

En aquella pareja desaliñada, donde uno tiene conciencia de su pobreza material, y el otro está convencido de ser un caballero andante, en aquella pareja vamos todos. En su devastadora fuerza humorística, en su desacralización, en su lacerante y hermosa parodia, allí vamos todos a caballo flaco o en mula quejosa. Pero también estamos en la burla sangrienta de los ociosos que les nace la sorna hacia Don Quijote, y no les brota la comprensión ni la misericordia. Y también estamos todos en el episodio en el que Sancho gobierna su ínsula, como cualquier político demagogo de nuestros tiempos, y se deja llevar por las mieles del poder, cometiendo todos los desafueros posibles. Estamos todos en uno de los descubrimientos capitales de la novela: el mundo que sale a explorar el caballero es muy diferente al universo interior de Don Quijote. En aquella circunstancia brilla uno de los dilemas fundamentales del hombre: lo exterior y lo interior, el sueño y la realidad, la imaginación y las cosas crudas. En aquella aventura que emprende el dueto vamos todos: entre la cordura y la locura. Después de todo, uno de los trámites más complejos que enfrenta el hombre es el de la relación con el mundo exterior. Pero aún más compleja es la negociación permanente que el individuo entabla consigo mismo, de ahí que la obra sea un campo ambivalente: la circunstancia externa, y cómo aquella noticia es trabajada interiormente. También admite este otro ángulo de visión: el trabajo interior de Don Quijote, fruto del universo personalísimo que le han tallado las novelas de caballería, se proyecta con tal fuerza sobre el mundo real, que éste comienza a ofrecer una perfecta correspondencia con las ideas que Don Quijote se ha hecho de las cosas, aunque no observen ninguna verdadera relación. Así, se produce un acontecimiento prácticamente divino, obra del Dios interior que nos gobierna que diría Sócrates, como lo es la adecuación de los datos reales a la naturaleza de nuestros sueños.

Si las obras de William Shakespeare recogen el latido del pueblo inglés, y su particular manera de estar sobre la tierra, las aventuras por La Mancha del dueto de Cervantes resumen, como ninguna otra obra lo ha hecho, el carácter, la impronta de España. Pero quizás siga siendo insuficiente afirmar que el poder de El Quijote reside en sus fuerzas simbólicas, incluso podría seguir siendo insuficiente afirmar que su permanencia emana de su vocación mítica. Pero, a qué más puede aspirar una obra de arte, más allá de convertirse en patrimonio colectivo y sobrevivir con creces la existencia del autor. La gloria del manco de Lepanto late en haber pasado a un segundo plano, en haberle dado vida, como un Dios, a unos personajes que encarnan los dilemas esenciales del género humano. Como Alonso Quijano, que confundía un mundo con otro, Don Quijote y Sancho son tan verosímiles que ya nadie puede afirmar que no existieron. Es más, son tanto o más comprobables hasta físicamente que el resto de los mortales. Y la razón es simple: son inmortales, aquella condición que Borges temía padecer a medida que avanzaba en su vejez. Renacen en cada lector a lo largo de los casi cuatrocientos años de ediciones. De hecho, Don Miguel de Unamuno, en su obra Vida de Don Quijote y Sancho , afirma, hablándole al Caballero de la Triste Figura: “ No puede contar tu vida, ni puede explicarla ni comentarla, señor mío Don Quijote, sino quien esté tocado de tu misma locura de no morir” . Unamuno fue víctima de uno de los embrujos de El Quijote : no pudo sustraerse a su carácter inagotable. Se detuvo innumerables veces en la aventura quijotesca y sanchesca, y cada vez que lo hacía sentía que se quedaba corto, que los episodios eran como las muñecas rusas: una contiene a otra y a otra y a otra, y así hasta más allá de lo previsible. En verdad, La Mancha es el mundo, y los personajes que entran y salen en el teatro cervantino son la humanidad entera y verdadera. Por ello es que El Quijote es un libro de vida, que puede y debe leerse varias veces a lo largo de nuestro propio viaje. Cada vez que lo abordemos será distinto: es un espejo donde nos miramos.